Recuerdo mis primeras andanzas en el mundo de la escritura: un niño buscando reflectores y micrófonos, confiando en su palabrería innata y su tono de voz grave. Recuerdo, como si hubiera sido hace poco (porque lo fue), que tomé una hoja de papel y comencé a hablar sobre “la educación en México”, como si estuviera hablando de baloncesto o fútbol, lanzando juicios al aire y razonamientos inocentes, soñando con mi estancia frente al público, “solucionando” los problemas nacionales y recibiendo aplausos.
Recuerdo mi primera vez. Recuerdo la emoción de “estar haciendo algo por mi México”, la pasión de cada palabra, la emoción que provocaba cada frase, cada énfasis y grito al aire. Mi primer discurso, mi primer análisis, la primera vez que conocí esa sensación que te da escribirle a la patria, tu patria.
Después de ello, fruto de la acción y el gusto que se fue desarrollando, vinieron diversos concursos, discursos, poemas, ensayos, incluso cuentos; textos y textos a mi país, análisis y reflexiones de lo que entendía por «crisis», por «problemas», lo que tenía al alcance, lo que la ignorancia me dejaba ver, lo que podía exprimir de mi revoltosa cabeza.
Poco a poco me di cuenta de que entre más sabemos, más ignoramos. Que mientras indagaba más sobre realidades políticas, esquemas sociales, situaciones económicas y verdades universales, más desconocía mi propio papel como analista, como escritor, como individuo. Descubrí que, automática e imperceptiblemente, al escribir para México, escribía para mí; que intentando conocer mi país, me encontraba a mí mismo, descubriendo mi propia orientación ideológica, mi propia filosofía.
¿Pero qué es de mi México? ¿Qué ocurre cuando nos vemos inmersos en la crisis (social, no solo económica), en el hambre (cultural, no solo física), en la dependencia (de identidad, no solo política)? Y, mientras tanto, ahí estamos nosotros, buscando nuestra propia personalidad en lugar de luchar para que lo que somos, ese alter ego de nación, encuentre LO QUE ES, no lo que fue; lo que es.
Debo admitir que cada vez me cuesta más trabajo escribir sobre mi México, pues hay tantas cosas de qué hablar, que hoy, que se celebra un año más, únicamente quiero hablar sobre el breve manto de la ignorancia. El estéril terreno de la apatía en el que pisamos y pocas veces abundamos dentro del suelo nacional, que se va volviendo el suelo del automatismo, el suelo del recuerdo encerrado, de la ambición dormida, de la sumisión conformista.
Y no pierdo la esperanza, creo que jamás la perderé. Porque, aunque el sistema se encuentre tan vulnerable que parezca venirse abajo, que cada mexicano parezca tener dispersa su conciencia, aunque aparentemos caminar hacia lados distintos cada quien, estoy convencido de que estamos muy lejos de la meta, pero que estamos a unos cuantos centímetros de dar el primer paso. El paso más sencillo, que se tiñe de imposible; el paso de la conciencia, el paso del entendimiento, el paso de ser menos ciudadanos y ser más mexicanos. Creo que podemos romper esa barrera, dejar de soñar en vencer el narcotráfico, en solventar deudas sin sustento, en depender de soportes externos. Dejar de soñar y reflexionar; aunque lo nieguen, se puede dejar un poco de pensar en el hambre física para aculturar el alma. La solución no son las palabras, no son los gritos; es la conciencia.
¡Y qué estoy diciendo! ¡Lo que medio mundo dice! Pero, ¿saben? ¡Qué bueno que mucha gente lo diga! Quiere decir que al menos una persona más ya está consciente de lo que es ser mexicano. Así que no tomes esta palabrería como algo más, tómala como un exhorto a conocerte, a descubrirte, a pensarte, a escribirte.
Es hora de que cada joven intente caer en cuenta de lo que significa ser él, lo que significa ser ciudadano, lo que significa ser parte de algo, parte de un país. Es hora de ese momento tan utópico, tan paradójico, tan indispensable. Tan “mexicano”.
Me leo y me siento tan inocente… ¡Eso es tan satisfactorio!
Cristian Vázquez.
Sábado, 17 de septiembre de 2011.
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